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Hay semanas en que el Estado se quita la careta. Esta ha sido una de ellas. El Perú vuelve a ser testigo forzado y cómplice de una maquinaria de impunidad que no solo se perpetúa, sino que se reafirma con la frente en alto, como si humillar a la justicia fuera una muestra de buena salud democrática.

En un mismo puñado de días, el Tribunal Constitucional decidió desmantelar el Caso Cócteles el expediente penal más sólido y meticulosamente armado contra Keiko Fujimori, y el presidente del Congreso, Fernando Rospigliosi, tuvo la indecencia de llamar “terruco” a un joven asesinado durante una protesta social. Lo primero fue una absolución disfrazada de tecnicismo. Lo segundo, un insulto disfrazado de declaración institucional. En ambos casos, la misma lógica: blindar el poder, degradar al ciudadano.

Empecemos por el primero. El TC ha resuelto, con lenguaje aséptico y gestos de solemnidad jurídica, que el caso contra Fujimori no cumple los “requisitos mínimos” para ser juzgado. O sea: la Fiscalía, tras diez años de investigación, múltiples testigos protegidos, flujos de dinero no declarados y dos prisiones preventivas, no habría escrito con suficiente claridad su acusación. Qué conveniente. En un país donde miles están presos sin sentencia y donde la formalidad escrita se usa como trampa para demorar justicia, Keiko Fujimori recibe el raro privilegio de la anulación exprés.

No se engañe nadie: el TC no ha dicho que Keiko es inocente. Ha dicho algo más obsceno: que no vale la pena ni juzgarla. Que su proceso debe quedar, literalmente, en nada. Y lo han hecho con una sonrisa constitucional. La legalidad convertida en mampara de la injusticia.

Pero lo más ofensivo no es la decisión. Es el contexto. Fujimori no está sola. Nunca lo ha estado. Su impunidad es un proyecto compartido por varios partidos que con mayor o menor disimulo le han entregado el Congreso, la Junta Nacional de Justicia, el Tribunal Constitucional. Pueden tener nombres distintos, pero comparten ADN: desprecio por la ética pública, hambre de poder, y una profunda convicción de que la política existe para garantizar su impunidad personal. La cúpula política actual no es solo testigo: es socia silenciosa del fujimorismo.

Y mientras se archivan años de corrupción estructural con un par de párrafos, el Congreso esa torre de cinismo en la Plaza Bolívar se da el lujo de insultar a los muertos. Fernando Rospigliosi, con su habitual tono de arrogancia mal leída como firmeza, decidió que un joven músico asesinado por la policía debía ser rebautizado como “terruco”. Ni el luto, ni el derecho, ni el mínimo respeto humano lo detuvieron. Cuando se le corrigió que el artista se hacía llamar “Trvko”, no se retractó. Redobló. Porque en este país, el que manda no se disculpa: acusa.

El término “terruco” no es una palabra suelta. Es un código. Es la coartada perfecta para justificar el gatillo, el gas lacrimógeno, la prisión preventiva sin pruebas. Es la categoría política que habilita el crimen de Estado. Rospigliosi lo sabe. Y lo usa. Porque no le interesa el orden. Le interesa el miedo. Y más aún, le interesa que nadie cuestione el privilegio de los que mandan desde arriba.

Pero esta vez, algo es distinto. El país está harto. No lo grita con slogans vacíos. Lo demuestra en cada marcha, en cada rechazo a esta falsa élite que gobierna sin escrúpulos ni vergüenza. El pueblo ve con claridad: que mientras el poder se absuelve con habeas corpus diseñados a medida, a los que protestan se les dispara. Que mientras el fujimorismo celebra otra victoria judicial, las familias de las víctimas entierran a sus hijos bajo insultos institucionales.

Y ante eso, no basta invocar la ley. La ley en este Perú secuestrado ya no es garantía de justicia. Es, muchas veces, su negación. Hoy, defender la justicia implica oponerse abiertamente a una legalidad funcional a la impunidad. No es un problema de tecnicismos. Es un problema de moral política. Si la ley protege al corrupto y pisotea al que protesta, entonces la obligación ética es denunciarla, resistirla, reformarla. No se trata de anarquía. Se trata de dignidad.

Lo que está en juego no es solo una elección más con los mismos de siempre. Es algo más profundo: si vamos a seguir aceptando que nos gobierne una élite sin vergüenza, sin memoria, sin límite. Una élite que limpia a Keiko, insulta a los muertos, y se presenta a elecciones como si nada. Porque saben que el sistema ese gran mecanismo de reciclaje del poder los necesita. Y porque creen que el pueblo olvidará.

Pero esta vez, el pueblo no va a olvidar. digamos las cosas por su nombre y Sin Mordaza.

Una comisión del Vaticano para la protección de los niños ha dicho que el mal manejo por parte de los líderes de la Iglesia católica de las acusaciones de abuso sexual que involucran al clero está causando un “daño continuo” a las víctimas, en un contundente informe publicado el jueves.

El informe también criticó a algunas partes de Italia y África por no implementar medidas sólidas contra el abuso.

La Comisión Pontificia para la Protección de Menores, que publicó su segundo informe anual el 16 de octubre, pidió mayor transparencia del Vaticano y señaló con “preocupación” que los sobrevivientes a menudo perciben a la administración central de la iglesia como “falta de sensibilidad”.

El informe es el primero que se publica desde la elección del papa León XIV y describe la magnitud del desafío que enfrenta el papa estadounidense al abordar la lacra del abuso sexual infantil y de personas vulnerables dentro de la Iglesia católica. Su predecesor, el papa Francisco, tomó medidas importantes para abordar la crisis de abusos, pero expertos y sobrevivientes han afirmado que podría haber ido más allá .

“Debemos volver a enfatizar que el patrón de décadas de mal manejo de los informes por parte de la Iglesia, que incluye abandonar, ignorar, avergonzar, culpar y estigmatizar a las víctimas/sobrevivientes, perpetúa el trauma como un daño continuo”, afirma el informe.

En cambio, el informe pide que la Iglesia ofrezca “reparaciones” por los daños causados ​​por el abuso, incluyendo apoyo psicológico y financiero, escucha atenta de los sobrevivientes, disculpas públicas y privadas y reformas en la forma en que se maneja el abuso.

Incluye duras declaraciones de sobrevivientes, quienes describen la “negación y el rechazo” por parte de las autoridades eclesiásticas e incluso “relatos inquietantes de represalias” tomadas por obispos y otros líderes cuando las víctimas denunciaron sus actos. Los sobrevivientes también hablaron sobre la “falta de atención psicológica” para los afectados y la “fuerte resistencia a las reformas de protección” en las iglesias a nivel de base. La “falta de rendición de cuentas” por parte de la jerarquía fue citada con frecuencia como un problema.

“Las figuras de autoridad dentro de la Iglesia que perpetran o facilitan abusos quizás se consideran demasiado esenciales e importantes como para rendir cuentas. La respuesta de la Iglesia a los abusos no debe repetir los mismos errores”, afirma el informe.

El papa León XIV saluda a los fieles desde la Logia Central de la Basílica de San Pedro en la Ciudad del Vaticano el 11 de mayo. Massimo Valicchia/NurPhoto/Getty Images

En cuanto a la rendición de cuentas, la comisión insta al Vaticano a empezar a comunicar el motivo de la renuncia o destitución de un obispo si está relacionada con casos de abuso o negligencia. La práctica actual es que el Vaticano simplemente anuncie la renuncia de un obispo sin entrar en detalles.

La comisión está dirigida por el arzobispo francés Thibault Verny e incluye una mezcla de líderes eclesiásticos y expertos, entre ellos Maud de Boer-Buquicchio, abogada neerlandesa y exrelatora especial de las Naciones Unidas sobre la explotación sexual de niños, que dirigió la compilación del informe.

El documento de 200 páginas ofrece una evaluación de cómo las iglesias en diversas partes del mundo están lidiando con los abusos, incluyendo los ocurridos en la puerta de la casa del papa en Italia. Grupos católicos y víctimas han argumentado desde hace tiempo que la iglesia católica en Italia aún no ha abordado los escándalos de abusos y necesita confiar esta tarea a un organismo independiente.

En su informe, la comisión pontificia destaca las deficiencias de la iglesia italiana. Si bien menciona avances significativos en la protección infantil, advierte que persiste una considerable resistencia cultural en Italia a abordar el abuso. También expresa su profundo pesar por el hecho de que una parte significativa del liderazgo eclesiástico ni siquiera se haya reunido con la comisión vaticana sobre abusos y que varias diócesis no le hayan proporcionado información sobre su labor de protección.

Mientras tanto, sobre África, la comisión señaló que los protocolos para abordar el abuso eran frecuentemente deficientes. Para el caso de Guinea Ecuatorial, el informe indicó que no se encontró ninguna mención de procedimientos para recibir denuncias, y en Etiopía se mencionó la resistencia de los líderes a asumir la responsabilidad directa de los abusos. Mientras tanto, sobre Kenia, el informe añadió que los obispos del país afirmaron que los tabúes culturales dificultan enormemente la denuncia para las víctimas/sobrevivientes.

La comisión también pide al Dicasterio para la Evangelización del Vaticano, un departamento que se ocupa de las iglesias en el mundo en desarrollo, que invierta más en la elaboración de políticas contra los abusos, señalando una “falta de recursos suficientes” cuando se trata de examinar los registros de protección de los candidatos a convertirse en obispos.

La Comisión Pontificia para la Protección de Menores fue establecida por el papa Francisco en 2014 y en 2022 le encargó elaborar un informe anual sobre la gestión de la Iglesia en materia de abusos y protección. El primer informe se publicó el año pasado .

Desde su elección el 8 de mayo, León XIV ha dicho que es “urgente inculcar en toda la iglesia una cultura de prevención que no tolere ninguna forma de abuso”, al tiempo que elogia a los periodistas por descubrir escándalos de abuso.

La reciente destitución de Dina Boluarte es, sin duda, un momento histórico. No porque marque un punto de inflexión como algunos entusiastas creen, sino porque deja en evidencia que en el Perú la política sigue funcionando como un sistema de reciclaje de intereses, no de ideas ni de principios. La vacancia no fue una victoria de la ética pública, sino una jugada estratégica de los mismos actores que mantuvieron el desastre durante años.

La presidenta cayó no por el escándalo de los relojes, ni por su grotesca ausencia en funciones mientras se realizaba una cirugía estética, ni siquiera por las más de 60 muertes en protestas sociales. Cayó porque dejó de ser útil. Porque sus escándalos empezaron a salpicar a quienes la sostenían. Porque la popularidad era tan baja que su permanencia empezaba a restar votos a sus propios aliados del Congreso.

Y es que resulta grotesco ver a los mismos congresistas que la blindaron en al menos seis intentos de vacancia anteriores, hoy rasgarse las vestiduras en nombre de la moral pública. ¿Cuándo fue el punto de quiebre? ¿El Rolex? ¿Las muertes? ¿La cirugía secreta? No. El punto de quiebre fue el cálculo electoral. Dina ya no era rentable. Y como en todo sistema enfermo, cuando el cuerpo ya no puede disimular la gangrena, se amputa. Pero amputar no es curar.


Estadísticas de una democracia colapsada

Lo que vivimos no es nuevo. Es apenas otro capítulo del largo ocaso institucional del país:

  • En solo 7 años, el Perú ha tenido 7 presidentes.
  • Según Latinobarómetro, solo el 12 % de los peruanos cree que se gobierna para el bien del pueblo.
  • Más del 80 % desconfía del Congreso, y casi el mismo porcentaje considera que los partidos políticos no los representan.
  • La aprobación del Congreso es tan baja como la de los presidentes que tumba.

El colmo: premiar la mediocridad con el poder

Y como si el nivel de descomposición no fuera suficiente, el Congreso en un acto que raya con el cinismo designa como nuevo presidente a José Jerí, un personaje sin experiencia ejecutiva ni liderazgo probado, y con denuncias en curso. ¿Méritos? Ninguno. ¿Preparación? Cuestionable. ¿Apoyo ciudadano? Nulo.

Su elección no responde a un proyecto de país ni a una visión de Estado, sino al mismo juego de supervivencia parlamentaria: poner a alguien maleable, manejable, y desechable si las cosas se complican. No importa la legitimidad ni la idoneidad. Importa solo conservar las cuotas de poder. Así se sigue escribiendo esta tragicomedia nacional.


¿Y ahora qué?

No nos engañemos: la salida de Boluarte no es una victoria ciudadana ni democrática. Es un movimiento táctico del Congreso para lavarse la cara mientras el país sigue ardiendo. Cambian al personaje, pero mantienen el guion. Y el guion es siempre el mismo: impunidad arriba, miseria abajo.

La verdadera salida no está en celebrar el cambio de nombre en el sillón presidencial. Está en exigir una reforma política real, en barrer con los partidos parásitos, en acabar con el sistema de blindajes y pactos ocultos que ha hecho de nuestro país un experimento constante de desgobierno.


Porque si no lo hacemos nosotros, si no lo hace la ciudadanía organizada, vendrá otro escándalo, otro presidente de papel, otra vacancia. Y otro Congreso lavándose las manos con agua sucia.

En el Perú de hoy, la impunidad no se disfraza de justicia, se disfraza de vacancia. Y los mismos que sostuvieron el desastre ahora se disfrazan de salvadores. Pero el rostro del cinismo es fácil de reconocer: sonríe mientras empuja al país un poco más hacia el abismo. Las cosas por su nombre y Sin Mordaza.

¿Qué está pasando en este país?

En apenas una semana, tres hechos aparentemente aislados pusieron de manifiesto un mismo y preocupante patrón: la creciente desconexión entre el Estado, sus representantes, y la ciudadanía. Desde el rechazo a Phillip Butters en Juliaca, pasando por la balacera en un concierto de Agua Marina, hasta el insólito caso de un chofer detenido por cobrar S/2 de pasaje a una suboficial de la Policía Nacional. El mensaje de fondo es claro: el Perú está fracturado, dolido, y cansado.

El sur no olvida

La reciente visita de Phillip Butters a Juliaca desató protestas, gritos y rechazo. No fue un hecho espontáneo ni producto de la intolerancia. Fue la reacción legítima de una población que no olvida sus agravios recientes. En 2023, durante las protestas masivas contra el régimen de Dina Boluarte, Butters sugirió en su programa radial que a los manifestantes del sur había que “meterles una bala en la cabeza”.
Así, con esas palabras.

Hoy, un año después, pretende recorrer Puno en calidad de “precandidato presidencial” y “periodista patriota”, como si su discurso no tuviera consecuencias. Pero el sur tiene memoria. Y cuando el dolor no ha sido reconocido, las cámaras no bastan para maquillar el desprecio. La población no atacó a un periodista; repelió a quien alguna vez pidió públicamente que los mataran. ¿De verdad esperaban alfombra roja?

Una fiesta interrumpida por balas

Mientras tanto, en otro extremo del país, lo que debía ser un momento de celebración y música se convirtió en pánico. En un concierto de Agua Marina, una balacera obligó a los músicos a lanzarse al suelo en pleno escenario. El video habla por sí solo: Perú ha normalizado la violencia incluso en sus espacios más cotidianos.

Las autoridades, como suele ocurrir, brillaron por su ausencia. ¿Dónde están las estrategias de seguridad ciudadana? ¿Dónde está la tan anunciada “mano dura” contra el crimen? Parece que solo aparece cuando se trata de desalojar vendedores ambulantes o reprimir manifestaciones políticas, no cuando la gente necesita garantías mínimas para vivir o, siquiera, para bailar.

El chofer que se atrevió a trabajar

Y como si todo lo anterior no fuera suficiente, el caso del conductor José Villafuerte bordea el absurdo. Por cobrar S/2 de pasaje a una suboficial de la Policía Nacional, fue detenido por 28 horas, acusado de “incumplir la ley del pase libre”. La norma en cuestión ha sido interpretada de manera abusiva y unilateral: se olvida que el transporte público no es subsidiado, y que muchos conductores como Villafuerte trabajan sin beneficios, ganando a diario lo justo para sobrevivir.

¿Desde cuándo cumplir con el deber de cobrar por un servicio es delito? ¿Qué mensaje envía el Estado cuando la fuerza pública se usa para proteger privilegios personales en lugar de derechos colectivos?

Este no es un caso aislado, sino parte de una dinámica en la que la autoridad se ejerce como imposición y no como servicio, mientras el ciudadano común queda desprotegido frente al abuso.


Lo que une todos estos casos

Estos tres hechos están atravesados por un mismo hilo: la impunidad del poder y el hartazgo ciudadano. Lo que pasó en Juliaca, en el concierto, y en la combi de Villafuerte, refleja un país donde las instituciones no inspiran confianza, donde el abuso se normaliza y donde el ciudadano siente que no tiene a quién acudir.

Se trata de un Estado ausente para proteger y presente solo para castigar.
Un país donde la represión es rápida, pero la justicia lenta.
Donde la ley se usa para amedrentar al débil, no para controlar al fuerte.


¿Qué está pasando en este país?

Está pasando que el Perú atraviesa una crisis no solo política o económica, sino ética.
Que figuras públicas que instaron a la violencia hoy pretenden ser candidatos sin haber pedido perdón.
Que la música es interrumpida por balas y el trabajo honesto, por detenciones arbitrarias.
Y que, mientras todo esto ocurre, las autoridades se esconden tras el silencio o la complicidad.

El país no solo está dividido: está desmoralizado. Pero también está despierto. El pueblo ya agoto su tolerancia y parece que no se queda callado. Y eso aunque incómodo para algunos parece ser lo único que aún nos puede salvar.


Porque lo que el país necesita no es solo reflexión, sino reflexión con acción y determinación.
Porque al pueblo no se le apacigua con discursos,
se le responde con justicia, con seguridad real y con respeto.
Y para eso, hace falta llamar a las cosas por su nombre, sin eufemismos, sin miedo y Sin Mordaza.

Dina Boluarte, la presidenta sin votos, ha vuelto a hablar. Esta vez, no para rendir cuentas por las decenas de muertos que dejó la represión brutal durante su gobierno. No para explicar el uso de la fuerza letal contra ciudadanos que protestaban. No. Habló para culpar a los jóvenes, a la llamada Generación Z, por “salir a dar malos ejemplos”, por “destrozar bienes públicos y privados”.

Es un cinismo mayúsculo. Mientras los responsables políticos, policiales y militares de la masacre siguen blindados, Boluarte señala con el dedo a una generación que se atrevió a salir a las calles cuando los adultos de siempre guardaban silencio. La acusa de vandalismo, cuando lo que vio el país fue a miles de jóvenes enfrentando gases lacrimógenos, perdigones, represión y muerte… con pancartas, TikToks y mucha valentía.

Que lo diga una presidenta que jamás fue elegida en las urnas para liderar el país y que trepó a la presidencia traicionando al mismo Pedro Castillo con quien prometió “no más pobres en un país rico” no solo insulta la memoria de los caídos. Es una provocación peligrosa y vil.

¿De qué mal ejemplo habla? ¿De qué manipulación? Los únicos manipuladores han sido los operadores de siempre: los medios de comunicación concentrados, los partidos moribundos y las élites que hoy la sostienen como marioneta útil. La “mala influencia” no vino de redes sociales, sino de un Estado que dispara a matar, que encubre crímenes y que ahora pretende dar lecciones de civismo.

Decir que los jóvenes dieron “mal ejemplo” es negar lo evidente: que fue el Estado quien rompió el pacto social. Que mientras ellos marchaban con banderas, lo que recibieron fue represión. Que el verdadero daño al país no fue un paradero quemado, sino la indiferencia de un gobierno que pisotea la democracia sin siquiera sonrojarse.

Los jóvenes que marcharon, nuestros hijos, sobrinos, hermanas menores o nietos, no son delincuentes: son ciudadanos conscientes que hicieron lo que tantas generaciones antes no se atrevieron a hacer. Según la Defensoría del Pueblo, más del 50% de las víctimas mortales de la represión estatal en las protestas de 2022–2023 eran menores de 25 años. Como en tantas otras luchas a lo largo del continente, fueron los jóvenes quienes dieron el primer paso cuando la injusticia ya no se podía tolerar.

Y no es solo aquí. Chile, en 2019, vio cómo adolescentes iniciaron una revuelta que puso en jaque al modelo económico más admirado por las élites; en Colombia, fueron jóvenes de barriada los que enfrentaron a un Estado armado hasta los dientes; en México, en el 68, y en Argentina, en plena dictadura, los estudiantes pagaron con la vida su derecho a soñar. Incluso en Estados Unidos, fue la juventud la que lideró la lucha por los derechos civiles y contra la guerra de Vietnam, desafiando tanto al poder político como al militar. Siempre fue así: a lo largo de la historia, cada vez que los adultos callaron, los jóvenes gritaron por todos.

La historia será clara: fue la generación Z la que se alzó cuando los demás bajaban la cabeza. Si hubo rabia, fue legítima. Si hubo furia, fue porque se intentó arrebatarles el futuro. Y si hoy se les culpa, es porque todavía les temen.

Dina Boluarte no tiene autoridad moral para aconsejarles. Ni a ellos ni a nadie.

POLICIAS PERUANOS ¿LO PROTEGIAN?

Por fin cayó Erick Luis Moreno Hernández, alias «El Monstruo», ese ejemplar de las sombras del crimen que desde hace años sembraba muerte, extorsión y miedo en Perú… desde la comodidad del anonimato. Fue capturado en San Lorenzo, Paraguay, como parte de un operativo binacional entre la PNP y las autoridades paraguayas. Aplausos, sí. Pero ahora viene la parte incómoda.

Apenas lo esposaron, “El Monstruo” empezó a hablar. Y lo que ha dicho si se comprueba podría dejar en pañales a las novelas narco que tanto fascinan en Netflix. Moreno ha señalado, sin pelos en la lengua, que recibía protección de la Policía Nacional del Perú. ¿Qué tal?

¿Exageración de un delincuente desesperado? ¿Maniobra para confundir a la opinión pública? ¿O, como ha pasado tantas veces, una verdad incómoda que se soltó cuando las cámaras ya estaban grabando? Porque recordemos: no sería la primera vez que los tentáculos del crimen organizado acarician y atrapan los uniformes de la ley.

Si lo que dice “El Monstruo” tiene una pizca de verdad, ¿ quién lo protegía? ¿Con qué nivel de impunidad operaba? ¿Cuántos jefes policiales, coroneles o generales hicieron la vista gorda o algo peor mientras este sujeto se paseaba con total libertad?

Y ya que estamos en modo incómodo: ¿dónde está Vladimir Cerrón, otro prófugo ilustre de la justicia peruana? ¿Cuántos Monstruos más se esconden bajo la alfombra de un sistema que ya no disimula sus fracturas?

Hay sospechas. Muchas sospechas. Porque en este país, cuando un criminal de esta talla habla de «protección policial», uno no puede darse el lujo de reírse. Más bien, hay que encender todas las alarmas. Y mirar, con más cuidado, hacia el interior de una institución policial que, cada cierto tiempo, deja ver que su uniforme también puede usarse para delinquir.

No basta con capturar al monstruo. Ahora hay que cazar a quienes lo criaron, lo apañaron o lo usaron y ahora tiemblan.

Las cosas por su nombre y Sin Mordaza.

Mientras la maravilla se desmorona por desidia estatal y codicia empresarial, el gobierno calla, los turistas huyen y los peruanos perdemos lo único que el mundo aún nos envidiaba.

Hasta Machupicchu esta en ruinas en un país como el Perú que no necesita enemigos. Se basta solo para destruir lo poco que le queda.
Y esta vez no es una metáfora: Machu Picchu está en riesgo real de perder su título como una de las Siete Maravillas del Mundo.
No por terremotos, ni por el cambio climático, ni por invasiones bárbaras.
Por estupidez institucional. Por desidia estatal. Por codicia regional. Por un país que ha decidido escupir sobre su historia.

La organización New7Wonders, que en 2007 nos dio el reconocimiento global que no supimos qué hacer con él, ha levantado una alerta seria.
Y no es para menos. El principal ícono turístico del Perú, ese que mueve el 70% del turismo internacional que llega al país, ese que alimenta a más de 80 mil personas en la región Cusco, ese que le recuerda al mundo que aquí hubo una civilización capaz de tallar piedras como si fueran versos, está secuestrado por el desgobierno, la informalidad y el caos.

Sí: podríamos perder el título de “Maravilla del Mundo”.
Y no, no se trata de un capricho suizo ni de un chantaje globalista. Se trata de una evaluación seria sobre el colapso de la experiencia turística y el maltrato al visitante, el manejo clientelar de los accesos, los boletos digitalizados que excluyen a medio país, las paralizaciones que bloquean la entrada al santuario, las denuncias de corrupción en la venta de entradas, la ausencia de un modelo de gestión coherente, y la indiferencia del Gobierno, que apenas atina a balbucear algo desde Lima mientras Aguas Calientes arde.

El turismo convertido en botín

He visitado Machu Picchu desde inicios del milenio. Lo he visto evolucionar, sí. Pero no hacia la excelencia, sino hacia la mercantilización grotesca. Todo es más caro, todo es más caótico, todo es más improvisado.
Turistas que planifican durante años su viaje terminan hacinados en buses sobrevendidos, en hoteles que no presentas calidad ni seguridad estructural, guiados por improvisados con carnet, comiendo comida recalentada a precios escandinavos, y soportando un sistema de acceso que parece diseñado por Kafka y operado por Odebrecht.

La cadena de valor del turismo en el Perú empieza y termina en Machu Picchu. Lo saben los operadores, lo saben los comerciantes, lo saben los alcaldes. Lo que no saben (o fingen no saber) es cómo administrar algo que no debería ser tratado como chacra regional ni como caja chica del centralismo limeño.

¿Dónde está el Estado?

Ausente. Como siempre.
En vez de crear una autoridad autónoma que gestione Machu Picchu con visión técnica, financiera y sostenible, han dejado la responsabilidad en manos de la inoperante Unidad de Gestión de Machu Picchu (UGM), un Frankenstein institucional sin dientes ni cabeza.

Mientras tanto, los operadores turísticos paralizan el servicio, las protestas cierran accesos, y los turistas cancelan reservas por cientos.

LAS CIFRAS QUE DUELEN

  • En 2024, el Santuario Histórico de Machu Picchu recibió 1,508,121 visitantes entre nacionales y extranjeros. turiweb.pe
    • De ellos, 76 % extranjeros y 24 % nacionales. turiweb.pe
    • A pesar del crecimiento respecto a 2023, esta cifra aún queda 4,9 % por debajo del nivel prepandemia de 2019, cuando hubo 1,585,262 visitas. turiweb.pe
  • En los primeros dos meses de 2025, Machu Picchu recibió 191,351 visitantes, un incremento del 16,7 % respecto al mismo periodo de 2024. Radio Nacional+2TreXperience+2
    • De estos visitantes, 63 % fueron extranjeros y 37 % nacionales. TreXperience+1

Estas cifras muestran una recuperación del turismo internacional, pero evidencian que el turismo interno aún no se reactiva con la fuerza necesaria. Eso tiene consecuencias: pérdida de identidad, pérdida de ingresos locales, desigualdad entre quienes viven del turismo.
Según datos del Mincetur, Machu Picchu recibió 1.3 millones de visitantes en 2023. Cada uno de ellos deja, en promedio, entre US$250 y US$350 al país. ¿Queremos seguir jugando con eso?

El turismo representa el 3.9% del PBI nacional y genera más de 1.4 millones de empleos. Pero claro, eso no le importa a un Ejecutivo que gobierna por reflejo, a un Congreso que legisla por encargo y a unas autoridades locales que prefieren el bloqueo como herramienta antes que el diálogo como solución.

Declarar a Machu Picchu como “Activo Crítico Nacional” no es una opción. Es una urgencia.

Pero aquí seguimos: debatiendo si el sistema digital de venta de entradas debe seguir beneficiando solo a Lima, como si el patrimonio mundial se repartiera por cuotas políticas, es cierto que el centralismo debe tener cuentas claras para que la ciudad madre de la maravilla también tenga ingresos pero eso no parece interesar al gobierno, sin embargo y no menos importante es ¿Quién se preocupa por la visita del turista?. Nadie sí, Nadie habla de calidad. Nadie habla de conservación. Nadie habla de experiencia del visitante.
Solo hablan de quién cobra.

LO QUE EL GOBIERNO NO HA HECHO

  • No ha declarado a Machu Picchu como Activo Crítico Nacional, lo cual permitiría una protección especial, dotada de recursos técnicos, normativos y de gestión específica.
  • No ha creado una autoridad autónoma, con capacidad real, técnica y financiera, que gestione integralmente Machu Picchu, incluyendo servicios, conservación, infraestructura, control de aforo, calidad y transparencia.
  • No ha regulado con suficiente rigor los monopolios locales en servicios fundamentales, ni ha abierto vías para la competencia, ni ha protegido los intereses de las comunidades locales que dependen directamente del turismo.

Consecuencias inmediatas

Si seguimos así:

  • Perderemos no solo el título de maravilla, sino los millones de dólares (o soles) que genera Machu Picchu cada año en turismo receptivo, cadena hotelera, transporte, artesanía, gastronomía.
  • Perdemos credibilidad internacional, factor clave para atraer turistas, inversión, cooperación técnica.
  • Se erosiona el orgullo nacional, se diluye el sentido de identidad

Machu Picchu no se está cayendo por el tiempo. Se está cayendo por nosotros.

Y si el mundo nos quita el título, si New7Wonders nos retira el estatus, si la Unesco emite un nuevo informe lapidario, será apenas el principio del costo real que tendrá esta dejadez monumental.

Nos estamos saboteando solos.
Como siempre.
Como nunca.

Machu Picchu no se cae por el clima; se cae por la codicia, la incapacidad y la falta de visión.

El Perú necesita decidir: ¿vamos a defender lo que somos, o vamos a dejar que otros facturen y nosotros perdamos?

Las cosas por su nombre y Sin Mordaza.

Por más comunicados que publique el Ejecutivo o promesas vacías que repita el presidente ejecutivo de EsSalud, lo cierto es que el sistema de salud peruano, especialmente el asegurado, ha tocado fondo. Lo que vemos en hospitales como el Rebagliati no es una huelga médica más: es una radiografía del colapso sanitario, resultado de años de negligencia y politización descarada.

En Lima, faltan al menos 499 enfermeras, según datos del propio gremio. Una sola enfermera, en palabras suyas, atiende hasta 12 pacientes a la vez. ¿Es eso una atención digna? ¿Es eso medicina o una ruleta rusa?

Y mientras los pasillos se llenan de enfermos sin camas, sin camillas, sin jeringas y sin medicinas básicas, las oficinas de EsSalud siguen llenas de gerentes con sueldos de 25 mil soles que nunca han pisado una emergencia.

Según cifras del Ministerio de Salud y la Defensoría del Pueblo, el déficit de personal médico en el país supera los 24 mil profesionales a nivel nacional. Y el presupuesto destinado a salud en 2025 —aunque incrementado en cifras— sigue representando apenas el 3.2% del PBI, muy por debajo del estándar mínimo recomendado por la OMS: 6%.

Pero nada de esto parece importar a los responsables. Porque el señor Acho Mego, presidente de EsSalud, no ha dado la cara, mientras los asegurados esperan un examen cardíaco para septiembre de 2026 o ven suspendidas sus cirugías oncológicas por falta de anestesia. En pleno siglo XXI, una paciente recibe la notificación de cancelación de su operación por WhatsApp. Esto no es un sketch. Es el Perú.

Más de 12 millones de peruanos están afiliados a EsSalud. Pagan religiosamente sus aportes. Pero cuando enferman, el sistema les responde con colas eternas, salas colapsadas y una respuesta institucional que bordea el cinismo.

Los gremios médicos han denunciado que el 40% de los equipos de los principales hospitales de EsSalud están inoperativos o mal mantenidos. Mientras tanto, se siguen nombrando directivos por cuota política, se tercerizan servicios en condiciones oscuras y se reparte el presupuesto entre favores y lobbies.

¿Dónde está el Congreso? ¿Dónde está la Contraloría? ¿Dónde están los que se llenaban la boca hablando de «modernización del Estado»? Se esconden. Se reparten cargos. Callan.

Y mientras tanto, la salud pública sigue secuestrada por la corrupción, la ineptitud y el cálculo político. Y como siempre, los que pagan la cuenta son los de abajo. Los que no pueden pagar una clínica. Los que no pueden esperar un año más. Los que solo quieren vivir.

El Congreso blinda a Boluarte y condena al olvido a decenas de peruanos asesinados en las protestas.

En el Perú del bicentenario, las muertes ya no se investigan. Se archivan. Se empujan a un cajón, se sellan con 12 votos y se olvidan con el desparpajo de quien se sabe impune.

La Comisión Permanente del Congreso —ese cartel legislativo con pretensiones de poder constituyente— ha decidido, sin sonrojarse, que Dina Boluarte no debe responder políticamente por más de 50 peruanos muertos durante las protestas que ella misma mandó a reprimir. La Fiscalía dice que hubo responsabilidad por omisión. El Congreso dice que no, que no hay pruebas. Que aquí no pasó nada. Que los muertos se mataron solos. Que la represión fue una ilusión colectiva.

No importa que Ayacucho llorara cadáveres en las calles. No importa que en Juliaca los ataúdes marcharan por justicia. No importa que los fusiles dispararan a la cabeza, al tórax, a matar. No importa que los policías y militares hayan actuado como si estuvieran en una guerra. Para el Congreso, eso fue un malentendido logístico. Un error de cálculo. Un episodio que conviene olvidar.

Pero lo más cínico no es eso. Lo más cínico es argumentar que no hay pruebas cuando ni siquiera se ha querido investigar. La lógica es perversa: si no busco, no encuentro; y si no encuentro, entonces archivo. Y todo eso lo firman 12 congresistas que se atreven a llamarse «padres de la patria» mientras se aferran a sus curules como garrapatas del poder.

Porque eso es lo que ha hecho el Congreso: blindar a su aliada. Boluarte es hoy la garantía de que nada cambie, de que se gobierne por decreto, de que el Ejecutivo siga siendo un apéndice del fujimorato y sus derivados. Mientras la presidenta sobreviva, el pacto de impunidad se mantiene. Y ese pacto es más fuerte que cualquier cadáver en la Morgue Central.

Seamos claros: el Congreso no ha exculpado a Boluarte, ha anulado el juicio antes de que empiece. Ha tirado la llave sin abrir la puerta. Ha destruido el expediente antes de leerlo. Y lo ha hecho porque sabe que, si se investiga de verdad, alguien va a tener que pagar. Y ese alguien podría estar en Palacio. O en la PCM. O en el Ministerio del Interior. O en el Hemiciclo.

Lo cierto es que en este país, matar desde el Estado es un negocio sin riesgos. Envían tropas, disparan a mansalva, y luego se lavan las manos citando el Código Penal como si fueran Suiza. Y si alguien se atreve a cuestionar, lo tildan de caviar, de terrorista, de desestabilizador. Así se gobierna en esta democracia de papel higiénico.

Pero las muertes no se archivan. O no deberían. Porque aunque el Congreso cierre el caso, la memoria no se deja cerrar tan fácil. Porque en las plazas donde cayeron los cuerpos aún hay madres que lloran. Porque la historia —esa que no depende de comisiones ni de informes infames— se encargará de recordar que este Congreso prefirió la impunidad antes que la justicia.

Y porque un país que archiva a sus muertos está condenado a repetir su desgracia.

Cusco enfrenta una crisis vial preocupante. Según datos oficiales, la región ocupa el segundo lugar a nivel nacional en accidentes de tránsito, solo detrás de Lima. En lo que va del año, se han reportado 178 accidentes en sus principales corredores viales, con un saldo cercano a 300 personas fallecidas. Estas cifras evidencian un problema que va más allá de la simple imprudencia: hay un sistema en riesgo.

Una de las preocupaciones que ha emergido en el debate público es la forma en que se están entregando las licencias de conducir en la región. Existen denuncias públicas y reportes de presuntas irregularidades en la expedición de estos permisos, con acusaciones de corrupción que incluyen la posible entrega de licencias sin cumplir con los requisitos mínimos, e incluso la existencia de supuestas coimas para obtener licencias de manera irregular.

Aunque las investigaciones oficiales aún están en curso, estas denuncias han generado alarma y desconfianza en la población. Varios medios locales han reportado que algunos conductores involucrados en accidentes graves contaban con licencias cuya obtención está bajo sospecha, lo que levanta la hipótesis de que estas prácticas irregulares podrían estar contribuyendo al aumento de siniestros en las vías.

La Gerencia Regional de Transportes ha reconocido que la supervisión en el proceso de otorgamiento de licencias necesita fortalecerse y que se requiere mayor transparencia para garantizar que solo personas calificadas y responsables puedan conducir.

Mientras estas denuncias no sean esclarecidas y las medidas de control no se refuercen, la inseguridad vial en Cusco seguirá siendo una amenaza constante. No se trata solo de estadísticas, sino de vidas humanas que se pierden y de familias que quedan marcadas por la tragedia.

Este escenario plantea un llamado urgente a las autoridades para que investiguen, sancionen a los responsables y garanticen un sistema de licencias de conducir confiable, transparente y efectivo, que sea parte fundamental de la solución para reducir la violencia en las carreteras.

¿Hasta cuándo seguiremos normalizando este asesinato disfrazado de accidente?
¿Hasta cuándo seguiremos aceptando que la corrupción también tenga timón y bocina?

Finalmente tenemos que decir enérgicamente que las gente no solo mueren por exceso de velocidad o por imprudencia, aparentemente también se muere por culpa de la coima.

Desde Sin Mordaza exigimos una exhaustiva investigación en el proceso de la entrega de licencias de conducir a gente irresponsable y que sea pronto, la pelota esta en su cancha señor gobernador, las cosas por su nombre y Sin Mordaza.

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