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Hay semanas en que el Estado se quita la careta. Esta ha sido una de ellas. El Perú vuelve a ser testigo forzado y cómplice de una maquinaria de impunidad que no solo se perpetúa, sino que se reafirma con la frente en alto, como si humillar a la justicia fuera una muestra de buena salud democrática.

En un mismo puñado de días, el Tribunal Constitucional decidió desmantelar el Caso Cócteles el expediente penal más sólido y meticulosamente armado contra Keiko Fujimori, y el presidente del Congreso, Fernando Rospigliosi, tuvo la indecencia de llamar “terruco” a un joven asesinado durante una protesta social. Lo primero fue una absolución disfrazada de tecnicismo. Lo segundo, un insulto disfrazado de declaración institucional. En ambos casos, la misma lógica: blindar el poder, degradar al ciudadano.

Empecemos por el primero. El TC ha resuelto, con lenguaje aséptico y gestos de solemnidad jurídica, que el caso contra Fujimori no cumple los “requisitos mínimos” para ser juzgado. O sea: la Fiscalía, tras diez años de investigación, múltiples testigos protegidos, flujos de dinero no declarados y dos prisiones preventivas, no habría escrito con suficiente claridad su acusación. Qué conveniente. En un país donde miles están presos sin sentencia y donde la formalidad escrita se usa como trampa para demorar justicia, Keiko Fujimori recibe el raro privilegio de la anulación exprés.

No se engañe nadie: el TC no ha dicho que Keiko es inocente. Ha dicho algo más obsceno: que no vale la pena ni juzgarla. Que su proceso debe quedar, literalmente, en nada. Y lo han hecho con una sonrisa constitucional. La legalidad convertida en mampara de la injusticia.

Pero lo más ofensivo no es la decisión. Es el contexto. Fujimori no está sola. Nunca lo ha estado. Su impunidad es un proyecto compartido por varios partidos que con mayor o menor disimulo le han entregado el Congreso, la Junta Nacional de Justicia, el Tribunal Constitucional. Pueden tener nombres distintos, pero comparten ADN: desprecio por la ética pública, hambre de poder, y una profunda convicción de que la política existe para garantizar su impunidad personal. La cúpula política actual no es solo testigo: es socia silenciosa del fujimorismo.

Y mientras se archivan años de corrupción estructural con un par de párrafos, el Congreso esa torre de cinismo en la Plaza Bolívar se da el lujo de insultar a los muertos. Fernando Rospigliosi, con su habitual tono de arrogancia mal leída como firmeza, decidió que un joven músico asesinado por la policía debía ser rebautizado como “terruco”. Ni el luto, ni el derecho, ni el mínimo respeto humano lo detuvieron. Cuando se le corrigió que el artista se hacía llamar “Trvko”, no se retractó. Redobló. Porque en este país, el que manda no se disculpa: acusa.

El término “terruco” no es una palabra suelta. Es un código. Es la coartada perfecta para justificar el gatillo, el gas lacrimógeno, la prisión preventiva sin pruebas. Es la categoría política que habilita el crimen de Estado. Rospigliosi lo sabe. Y lo usa. Porque no le interesa el orden. Le interesa el miedo. Y más aún, le interesa que nadie cuestione el privilegio de los que mandan desde arriba.

Pero esta vez, algo es distinto. El país está harto. No lo grita con slogans vacíos. Lo demuestra en cada marcha, en cada rechazo a esta falsa élite que gobierna sin escrúpulos ni vergüenza. El pueblo ve con claridad: que mientras el poder se absuelve con habeas corpus diseñados a medida, a los que protestan se les dispara. Que mientras el fujimorismo celebra otra victoria judicial, las familias de las víctimas entierran a sus hijos bajo insultos institucionales.

Y ante eso, no basta invocar la ley. La ley en este Perú secuestrado ya no es garantía de justicia. Es, muchas veces, su negación. Hoy, defender la justicia implica oponerse abiertamente a una legalidad funcional a la impunidad. No es un problema de tecnicismos. Es un problema de moral política. Si la ley protege al corrupto y pisotea al que protesta, entonces la obligación ética es denunciarla, resistirla, reformarla. No se trata de anarquía. Se trata de dignidad.

Lo que está en juego no es solo una elección más con los mismos de siempre. Es algo más profundo: si vamos a seguir aceptando que nos gobierne una élite sin vergüenza, sin memoria, sin límite. Una élite que limpia a Keiko, insulta a los muertos, y se presenta a elecciones como si nada. Porque saben que el sistema ese gran mecanismo de reciclaje del poder los necesita. Y porque creen que el pueblo olvidará.

Pero esta vez, el pueblo no va a olvidar. digamos las cosas por su nombre y Sin Mordaza.

La reciente destitución de Dina Boluarte es, sin duda, un momento histórico. No porque marque un punto de inflexión como algunos entusiastas creen, sino porque deja en evidencia que en el Perú la política sigue funcionando como un sistema de reciclaje de intereses, no de ideas ni de principios. La vacancia no fue una victoria de la ética pública, sino una jugada estratégica de los mismos actores que mantuvieron el desastre durante años.

La presidenta cayó no por el escándalo de los relojes, ni por su grotesca ausencia en funciones mientras se realizaba una cirugía estética, ni siquiera por las más de 60 muertes en protestas sociales. Cayó porque dejó de ser útil. Porque sus escándalos empezaron a salpicar a quienes la sostenían. Porque la popularidad era tan baja que su permanencia empezaba a restar votos a sus propios aliados del Congreso.

Y es que resulta grotesco ver a los mismos congresistas que la blindaron en al menos seis intentos de vacancia anteriores, hoy rasgarse las vestiduras en nombre de la moral pública. ¿Cuándo fue el punto de quiebre? ¿El Rolex? ¿Las muertes? ¿La cirugía secreta? No. El punto de quiebre fue el cálculo electoral. Dina ya no era rentable. Y como en todo sistema enfermo, cuando el cuerpo ya no puede disimular la gangrena, se amputa. Pero amputar no es curar.


Estadísticas de una democracia colapsada

Lo que vivimos no es nuevo. Es apenas otro capítulo del largo ocaso institucional del país:

  • En solo 7 años, el Perú ha tenido 7 presidentes.
  • Según Latinobarómetro, solo el 12 % de los peruanos cree que se gobierna para el bien del pueblo.
  • Más del 80 % desconfía del Congreso, y casi el mismo porcentaje considera que los partidos políticos no los representan.
  • La aprobación del Congreso es tan baja como la de los presidentes que tumba.

El colmo: premiar la mediocridad con el poder

Y como si el nivel de descomposición no fuera suficiente, el Congreso en un acto que raya con el cinismo designa como nuevo presidente a José Jerí, un personaje sin experiencia ejecutiva ni liderazgo probado, y con denuncias en curso. ¿Méritos? Ninguno. ¿Preparación? Cuestionable. ¿Apoyo ciudadano? Nulo.

Su elección no responde a un proyecto de país ni a una visión de Estado, sino al mismo juego de supervivencia parlamentaria: poner a alguien maleable, manejable, y desechable si las cosas se complican. No importa la legitimidad ni la idoneidad. Importa solo conservar las cuotas de poder. Así se sigue escribiendo esta tragicomedia nacional.


¿Y ahora qué?

No nos engañemos: la salida de Boluarte no es una victoria ciudadana ni democrática. Es un movimiento táctico del Congreso para lavarse la cara mientras el país sigue ardiendo. Cambian al personaje, pero mantienen el guion. Y el guion es siempre el mismo: impunidad arriba, miseria abajo.

La verdadera salida no está en celebrar el cambio de nombre en el sillón presidencial. Está en exigir una reforma política real, en barrer con los partidos parásitos, en acabar con el sistema de blindajes y pactos ocultos que ha hecho de nuestro país un experimento constante de desgobierno.


Porque si no lo hacemos nosotros, si no lo hace la ciudadanía organizada, vendrá otro escándalo, otro presidente de papel, otra vacancia. Y otro Congreso lavándose las manos con agua sucia.

En el Perú de hoy, la impunidad no se disfraza de justicia, se disfraza de vacancia. Y los mismos que sostuvieron el desastre ahora se disfrazan de salvadores. Pero el rostro del cinismo es fácil de reconocer: sonríe mientras empuja al país un poco más hacia el abismo. Las cosas por su nombre y Sin Mordaza.

¿Qué está pasando en este país?

En apenas una semana, tres hechos aparentemente aislados pusieron de manifiesto un mismo y preocupante patrón: la creciente desconexión entre el Estado, sus representantes, y la ciudadanía. Desde el rechazo a Phillip Butters en Juliaca, pasando por la balacera en un concierto de Agua Marina, hasta el insólito caso de un chofer detenido por cobrar S/2 de pasaje a una suboficial de la Policía Nacional. El mensaje de fondo es claro: el Perú está fracturado, dolido, y cansado.

El sur no olvida

La reciente visita de Phillip Butters a Juliaca desató protestas, gritos y rechazo. No fue un hecho espontáneo ni producto de la intolerancia. Fue la reacción legítima de una población que no olvida sus agravios recientes. En 2023, durante las protestas masivas contra el régimen de Dina Boluarte, Butters sugirió en su programa radial que a los manifestantes del sur había que “meterles una bala en la cabeza”.
Así, con esas palabras.

Hoy, un año después, pretende recorrer Puno en calidad de “precandidato presidencial” y “periodista patriota”, como si su discurso no tuviera consecuencias. Pero el sur tiene memoria. Y cuando el dolor no ha sido reconocido, las cámaras no bastan para maquillar el desprecio. La población no atacó a un periodista; repelió a quien alguna vez pidió públicamente que los mataran. ¿De verdad esperaban alfombra roja?

Una fiesta interrumpida por balas

Mientras tanto, en otro extremo del país, lo que debía ser un momento de celebración y música se convirtió en pánico. En un concierto de Agua Marina, una balacera obligó a los músicos a lanzarse al suelo en pleno escenario. El video habla por sí solo: Perú ha normalizado la violencia incluso en sus espacios más cotidianos.

Las autoridades, como suele ocurrir, brillaron por su ausencia. ¿Dónde están las estrategias de seguridad ciudadana? ¿Dónde está la tan anunciada “mano dura” contra el crimen? Parece que solo aparece cuando se trata de desalojar vendedores ambulantes o reprimir manifestaciones políticas, no cuando la gente necesita garantías mínimas para vivir o, siquiera, para bailar.

El chofer que se atrevió a trabajar

Y como si todo lo anterior no fuera suficiente, el caso del conductor José Villafuerte bordea el absurdo. Por cobrar S/2 de pasaje a una suboficial de la Policía Nacional, fue detenido por 28 horas, acusado de “incumplir la ley del pase libre”. La norma en cuestión ha sido interpretada de manera abusiva y unilateral: se olvida que el transporte público no es subsidiado, y que muchos conductores como Villafuerte trabajan sin beneficios, ganando a diario lo justo para sobrevivir.

¿Desde cuándo cumplir con el deber de cobrar por un servicio es delito? ¿Qué mensaje envía el Estado cuando la fuerza pública se usa para proteger privilegios personales en lugar de derechos colectivos?

Este no es un caso aislado, sino parte de una dinámica en la que la autoridad se ejerce como imposición y no como servicio, mientras el ciudadano común queda desprotegido frente al abuso.


Lo que une todos estos casos

Estos tres hechos están atravesados por un mismo hilo: la impunidad del poder y el hartazgo ciudadano. Lo que pasó en Juliaca, en el concierto, y en la combi de Villafuerte, refleja un país donde las instituciones no inspiran confianza, donde el abuso se normaliza y donde el ciudadano siente que no tiene a quién acudir.

Se trata de un Estado ausente para proteger y presente solo para castigar.
Un país donde la represión es rápida, pero la justicia lenta.
Donde la ley se usa para amedrentar al débil, no para controlar al fuerte.


¿Qué está pasando en este país?

Está pasando que el Perú atraviesa una crisis no solo política o económica, sino ética.
Que figuras públicas que instaron a la violencia hoy pretenden ser candidatos sin haber pedido perdón.
Que la música es interrumpida por balas y el trabajo honesto, por detenciones arbitrarias.
Y que, mientras todo esto ocurre, las autoridades se esconden tras el silencio o la complicidad.

El país no solo está dividido: está desmoralizado. Pero también está despierto. El pueblo ya agoto su tolerancia y parece que no se queda callado. Y eso aunque incómodo para algunos parece ser lo único que aún nos puede salvar.


Porque lo que el país necesita no es solo reflexión, sino reflexión con acción y determinación.
Porque al pueblo no se le apacigua con discursos,
se le responde con justicia, con seguridad real y con respeto.
Y para eso, hace falta llamar a las cosas por su nombre, sin eufemismos, sin miedo y Sin Mordaza.

Dina Boluarte, la presidenta sin votos, ha vuelto a hablar. Esta vez, no para rendir cuentas por las decenas de muertos que dejó la represión brutal durante su gobierno. No para explicar el uso de la fuerza letal contra ciudadanos que protestaban. No. Habló para culpar a los jóvenes, a la llamada Generación Z, por “salir a dar malos ejemplos”, por “destrozar bienes públicos y privados”.

Es un cinismo mayúsculo. Mientras los responsables políticos, policiales y militares de la masacre siguen blindados, Boluarte señala con el dedo a una generación que se atrevió a salir a las calles cuando los adultos de siempre guardaban silencio. La acusa de vandalismo, cuando lo que vio el país fue a miles de jóvenes enfrentando gases lacrimógenos, perdigones, represión y muerte… con pancartas, TikToks y mucha valentía.

Que lo diga una presidenta que jamás fue elegida en las urnas para liderar el país y que trepó a la presidencia traicionando al mismo Pedro Castillo con quien prometió “no más pobres en un país rico” no solo insulta la memoria de los caídos. Es una provocación peligrosa y vil.

¿De qué mal ejemplo habla? ¿De qué manipulación? Los únicos manipuladores han sido los operadores de siempre: los medios de comunicación concentrados, los partidos moribundos y las élites que hoy la sostienen como marioneta útil. La “mala influencia” no vino de redes sociales, sino de un Estado que dispara a matar, que encubre crímenes y que ahora pretende dar lecciones de civismo.

Decir que los jóvenes dieron “mal ejemplo” es negar lo evidente: que fue el Estado quien rompió el pacto social. Que mientras ellos marchaban con banderas, lo que recibieron fue represión. Que el verdadero daño al país no fue un paradero quemado, sino la indiferencia de un gobierno que pisotea la democracia sin siquiera sonrojarse.

Los jóvenes que marcharon, nuestros hijos, sobrinos, hermanas menores o nietos, no son delincuentes: son ciudadanos conscientes que hicieron lo que tantas generaciones antes no se atrevieron a hacer. Según la Defensoría del Pueblo, más del 50% de las víctimas mortales de la represión estatal en las protestas de 2022–2023 eran menores de 25 años. Como en tantas otras luchas a lo largo del continente, fueron los jóvenes quienes dieron el primer paso cuando la injusticia ya no se podía tolerar.

Y no es solo aquí. Chile, en 2019, vio cómo adolescentes iniciaron una revuelta que puso en jaque al modelo económico más admirado por las élites; en Colombia, fueron jóvenes de barriada los que enfrentaron a un Estado armado hasta los dientes; en México, en el 68, y en Argentina, en plena dictadura, los estudiantes pagaron con la vida su derecho a soñar. Incluso en Estados Unidos, fue la juventud la que lideró la lucha por los derechos civiles y contra la guerra de Vietnam, desafiando tanto al poder político como al militar. Siempre fue así: a lo largo de la historia, cada vez que los adultos callaron, los jóvenes gritaron por todos.

La historia será clara: fue la generación Z la que se alzó cuando los demás bajaban la cabeza. Si hubo rabia, fue legítima. Si hubo furia, fue porque se intentó arrebatarles el futuro. Y si hoy se les culpa, es porque todavía les temen.

Dina Boluarte no tiene autoridad moral para aconsejarles. Ni a ellos ni a nadie.

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